domingo, 8 de diciembre de 2013

Mi generación no es la tuya


Los que nacimos después de 1983 crecimos bajo el lema que reza: “dentro de la democracia todo, fuera de la democracia nada”. Incluso para aquellos que hoy consideran que una democracia liberal como la nuestra está al servicio de los intereses del capital, sigue resonando esa palabra como portadora de un bien universal incuestionable.
Esto es posible -en parte- porque el telón de fondo de la idea de democracia en la Argentina sigue siendo la dictadura. Aun para los que no tuvimos experiencia de la represión dictatorial, la idea de democracia se valoriza en contraste con ese recuerdo que está en la memoria colectiva. Los 30 años de democracia son, también, los 30 años que nos separan del fin de los períodos dictatoriales.
En cada elección nunca falta el que recuerda que el sufragio es una nueva reafirmación de la democracia. Es que hay al menos una continuidad en el país que homogeneiza estos 30 años con ese denominador común: el Estado de derecho, el pacto social como contrato inalienable, la idea de que si hay estado de excepción, que sea lo más breve posible.
Esa continuidad, también, es una continuidad generacional. Nuestros padres se entendían a sí mismos como revolucionarios y, en ese momento, la revolución no era algo que solo aparecía en el terreno de las ideas políticas, era también marcar una diferencia abismal entre sus padres y ellos mismos. Esa épica romántica comenzó a apagarse en 1976, y cuando en 1983 esos hombres y mujeres que habían sufrido la censura resurgieron de las sombras, tuvieron dos opciones: o continuar la prédica previa a los años oscuros, o adaptar las ideas de izquierda a la nueva configuración política que hacía de la democracia el piso para cualquier discusión.
Y esa síntesis que -por suerte- muchos hicieron, nos fue transmitida a nosotros, sus hijos, sin conflictos. De ahí que vayamos con ellos a las marchas del 24 de marzo, que votemos a los mismos candidatos, que seamos igual de fanáticos de los Beatles que ellos. Mientras que en el 73 hay un chico de 20 años que se enfrenta su padre militar aclarándole: “yo soy comunista”, en el 93 hay un niño que lee los libritos de Página 12 junto a sus padres.
En esa síntesis entre izquierda y democracia, la figura de un político como Menem ayudaba a moldearnos y a definirnos políticamente, sobre todo porque era fácil estar contra Menem. Sí, teníamos diez años en esa época, pero existía un repertorio muy claro de símbolos en nuestras casas que forman parte de los recuerdos de la infancia: los stickers del Frente Grande, Página 12, los festivales de música al aire libre en los que tocaba León Gieco o Jaime Roos.
Alfonsín, en cambio, fue una figura  -al menos para los que no venimos de familias radicales- neutral: no se había ganado el odio, pero la economía de finales de los ochenta -sospecho- era todavía un recuerdo reciente bastante amargo. Recién ahora, algunos -a través de algunas lecturas- entrevemos que Alfonsín fue mucho más que un personaje neutral. Pensamos que Alfonsín tuvo suficiente capital político y suficiente convicción para hacer dos cosas que en ese momento eran impensables: primero, ganarle una elección al peronismo; segundo, enjuiciar a los altos mandos militares.
De alguna manera, esas dos acciones definirían un proceso de normalización para la Argentina que sentaría las bases (o el marco jurídico y político) para los años futuros. Y las concesiones que tuvo que hacer Alfonsín finalmente salvaguardaron eso que se había empezado a gestar en 1983.
Hoy las nuevas generaciones siguen votando parecido a sus padres, pero habría que ver si el suelo de la democracia no está ya mucho más naturalizado en ellos. Como tampoco es claro para esos chicos lo que sí estaba claro en 1983: sólo había dos espacios políticos posibles, el peronismo y el radicalismo. Quizás esa falta les de espacio para ver mejor -con menos prejuicios y con identidades políticas menos anquilosadas- cuáles son los temas de los próximos 30 años.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Tu nunca dices qué hay en ti

Me gusta la figura curva que forma el pelo lacio en su raíz en la frente de algunas mujeres. Me gusta caminar por la calle y sentir el olor a tilo, como si el perfume fuera un ornamento intencional de la naturaleza.
Me gustan las pieles suaves, lisas, morenas, limpias. Decía un cuento que yo leía de chica: -¿Con qué te lavas la cara, que tan limpia siempre está? -Me lavo con agua clara, y Dios pone lo demás.
Me gustan las manos masculinas, grandes y delicadas, sugieren una confianza que las manos pequeñas no. 

Me gusta ver cómo esas manos se deslizan por el aire, toman un pequeño papel, lo arrollan, lo hacen una bolita.
Me gustan, también, las marcas que dejan las moras en la calle cuando caen de lo árboles. Todo ese violeta desorganizado bajo las copas, muestran el fruto divino desperdiciado, olvidado, pasado por alto.

jueves, 7 de noviembre de 2013

All I want


¿Por qué renunciamos a pensar las cosas?
Porque es más fácil.
Es más fácil no pensar que pensar.
Lo que nadie recuerda del “conmigo no Barone” de Sarlo es que después dijo “no sabés lo que me costó a mi tener mi propio pensamiento”
Tener un propio pensamiento es un trabajo, un esfuerzo, una intensidad, una persistencia en querer descifrar un enigma. Ese enigma es propio. Una propia visión del mundo. En ensayar una explicación, ponerla a prueba, pensar sus argumentos, a favor y en contra, contrastar, recalcular, revisar.
Tener una propia visión del mundo no es un ejercicio de individualismo, ni de soberbia, ni de esnobismo.
El esnobismo es otra cosa, el esnobismo lo ejercen quienes pueden manejar el lenguaje de manera tal que se genere alrededor de ellos una mística de superioridad. Sólo ellos y sus aledaños lo creen valioso.
Tener una propia visión del mundo es el ejercicio de lo que nos hace humanos, como dice Hannah Arendt en la película, probablemente en sus libros también, no lo sé, no los leí.
No tengo una propia visión del mundo, sé que me falta. Trato de que la ansiedad no me ciegue. Sé que hay algo ahí, al final de un trayecto, que es parecido al saber. A cierto saber, y a cierto ejercicio de la libertad.
Hay una épica en eso: que te mueva una curiosidad, que ese movimiento se transforme en sistema, en persistencia, como quien pasa horas tratando de develar un acertijo. Esa satisfacción en la resolución, en entender algo de este mundo que nos fue dado para que sea entendido.
Porque este mundo no existe más que en nuestro conocimiento, como conocimiento.
Conocer es clasificar, es sólo eso. Nada del mundo nos señala que algo es algo. Y sin embargo, el mundo está hecho de esos seres que son lo que nosotros nombramos, y ellos se reconocen como eso que nosotros nombramos de tal manera.
Pienso en la Evita de 9 de julio. Esos pedazos de hierro erigiéndose sobre un edificio público. Todo el simbolismo del mundo está ahí representado: la ciudad, el hierro, el rodete, la voz, la mujer, el hombre, el liderazgo, la pobreza, la riqueza, la argentinidad.
Esas categorías fueron inventadas en algún momento, y nos sirvieron para entender algunas cosas, o clasificarlas -que es lo mismo- y ordenarlas en un sistema. Y entonces comenzamos a actuar según esas categorías. Y a ser mujeres las que éramos llamadas mujeres, y a ser hombres los que eran llamados hombres, y a ser peronistas los que eran llamados peronistas, y a ser radicales los que eran llamados radicales, y a ser buenos los que eran llamados buenos y a ser malos los que eran llamados malos.
Y pensar, entonces, es saber que esas clasificaciones no tienen por qué determinarnos. Y que el mundo es mucho más libre de lo que nosotros queremos que sea, y que podemos inventar nuevas maneras de pensarlo y entenderlo, a veces incluso más acordes a la época.

Eso, supongo, es tener una propia visión del mundo. 

sábado, 2 de noviembre de 2013

1936

“También en la política es perceptible la modificación que constatamos trae consigo la técnica reproductiva en el modo de exposición. La crisis actual de las democracias burguesas implica una crisis de las condiciones determinantes de cómo deben presentarse los gobernantes. Las democracias presentan a estos inmediatamente, en persona, y además ante representantes. ¡El Parlamento es su público! Con las innovaciones en los mecanismos de transmisión, que permiten que el orador sea escuchado durante su discurso por un número ilimitado de auditores y que poco después sea visto por un número también ilimitado de espectadores, se convierte en primordial la presentación del hombre político ante esos aparatos. Los Parlamentos quedan desiertos, así como los teatros. La radio y el cine no sólo modifican la función del actor profesional, sino que cambian también la de quienes, como los gobernantes, se presentan ante sus mecanismos. Sin perjuicio de los diversos cometidos específicos de ambos, la dirección de dicho cambio es la misma en lo que respecta al actor de cine y al gobernante. Aspira, bajo determinadas condiciones sociales, a exhibir sus actuaciones de manera más comprobable e incluso más asumible. De lo cual resulta una nueva selección, una selección ante esos aparatos, y de ella salen vencedores el dictador y la estrella de cine.”

Walter Benjamin

lunes, 28 de octubre de 2013

El relato como apariencia

“Las reacciones más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas a sus propios ojos que la idea de lo que les es específico sobrevive sólo en la forma más abstracta: «personalidad» no significa para ellos, en la práctica, más que dientes blancos y libertad frente al sudor y las emociones.”







Lunes post electoral. Elecciones con sabor a poco. ¿Quién ganó? ¿Qué se ganó? Los diarios y los blogs llenos de especulaciones en torno a números, girando alrededor de esos conceptos en que se basa nuestro sistema político: representación y democracia. El último, al menos para quienes nacimos después del 83, nos es harto conocido: es nuestro medio natural, no nos sorprende en nada. El otro, representación, es más complejo.

Representación podría definirse como la relación simbólica que establecen los hombres con las cosas o con otros hombres. En otras palabras, es la mediación necesaria que establece el hombre con su medio. El conjunto de nuestras representaciones (en filosofía) constituye justamente nuestra concepción del mundo.

Walter Benjamin dice que ese tipo de relación que establecemos ha ido mutando: los hombres antiguos miraban las vísceras de los animales para predecir el futuro, hoy esa relación simbólica está dominada por el lenguaje.

Representación política es otra cosa, pero al mismo tiempo lo mismo. Votamos a quien nos representa. El simbolismo que compartimos con nuestros candidatos define -racional y/o emocionalmente- a quien votamos. Si hubiera que elegir alguna de las dos opciones probablemente las causas emocionales tengan un peso mayor a la hora de definir el voto, causas que después pueden racionalizarse con mejores o peores argumentos. Pero la elección está determinada por esa relación llamada representación.

Más allá de los números, interesa pensar en algunas figuras que dominaban la pantalla de la televisión en el día de ayer: Massa, Scioli, Insaurralde, Michetti, Macri. Podríamos también incluir a Altamira. (Al parecer, uno de los trending topics en twitter ayer era el parecido entre el candidato del Partido Obrero y Flavio Mendoza). Esas figuras, ¿qué nos intentan transmitir? ¿En qué nos representan? O, mejor dicho, ¿cómo establecemos ese lazo representativo con ellas?

Ese lazo probablemente esté fundamentado en una razón estética. Y en lo que hace al problema de qué es lo quieren transmitir, la respuesta es nada. No transmiten absolutamente nada. Sus discursos son vacíos, sus dientes son blancos, su festejo es pura diversión. La espectacularidad domina los escenarios. Bien podría decirse: no ocurría eso en el escenario kirchnerista. Es verdad. No había diversión allí, pero sí la hubo durante la campaña: las fotos, el sentimentalismo de la foto con Cirio, los spots basados más en las reglas de la publicidad comercial que en las de la propaganda política.

Releamos “la industria cultural”, allí aparecen todas las marcas que definen al mundo contemporáneo (la política incluida): es el adormecimiento de la crítica, es la manipulación y organización de los consumidores (de política, puede agregarse), la diversión como prolongación del trabajo bajo el “capitalismo tardío”. Adorno y Horkheimer sostienen allí: “toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada” . Descripción que podría adscribirse a los discursos “triunfantes” (todos ellos, incluido el del kirchnerismo) de las elecciones de ayer.

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Alguien podría argumentar que el kirchnerismo justamente no fue eso, podría decir que con su relato épico -por el contrario- insistió en esa nostalgia de la lucha ideológica, lo que Asís llama “la revolución imaginaria”.

De hecho CFK escribió en un twitt del 28 de abril, 8.39 pm: “Las utopías, los motores de los grandes cambios y avances de la humanidad. La historia no se acaba ni se acabará nunca. Sorry Fukuyama.”

El problema es que el kirchnerismo (tratemos de pensarlo como fenómeno epocal) vino a imponer imaginariamente esa idea, pero no había una ideología que luchara contra otra. Por eso hubo que crear enemigos (Clarín, el campo, la corte). Pero, nuevamente, como dicen Adorno y Horkheimer, lo que se resiste puede sobrevivir sólo en la medida que se integra. Es decir, todo está ya integrado a este sistema de “la industria política”, que comparte los caracteres de espectáculo, diversión y naturalidad con la industria cultural.

El relato kirchnerista no era realmente ideológico, sólo fue la apariencia del kirchnerismo. Una anomalía más que asimiló el sistema, así como la anomalía de los conflictos sociales o políticos es asimilada por nuestras amadas series de televisión norteamericanas (Homeland, Breaking Bad, etc.), una vez más la industria cultural: todo conflicto se presenta en la pantalla y así se neutraliza.

Y ahora esa apariencia (la del kirchnerismo como fenómeno de época) da muestras de estar agotándose, pero sólo para que sea reemplazada por una apariencia nueva, opuesta, pero que conserva algo de lo anterior. Es, en el fondo, lo mismo. En otras palabras, no hay conflicto ideológico en una democracia liberal como la nuestra, vivimos en el fin de la historia de occidente. Cuando alguien cita al “es la economía, estúpido” de Clinton, está diciendo un poco eso: no hay voluntarismo político que pueda transformar radicalmente el mundo, no es una posición intelectual, es un dato de la realidad. Nuestras sociedades occidentales asimilaron completamente -y en múltiples ámbitos, incluida la política- el fascismo (así lo llaman los frankfurtianos) de la industria cultural.

Algunos podrán creer que esta es una visión pesimista. Quienes así lo piensan -o pensamos- es debido al residuo nostálgico de la modernidad. Es improbable que Massa, por ejemplo, lo viva con ese pesar.

Santiago Armando alguna vez sintetizó en un canto eleccionario en la Facultad de Filosofía y Letras que el fin de la historia ya había ocurrido hacía tiempo, que ya se habían terminado Marx y los grandes relatos, hecho disruptivo frente al modernismo que caracteriza a los partidos trotskistas que allí dominan la representación política.


Sin embargo, él mismo sostuvo unos años después en su libro que los hechos acaecidos en los países centrales a comienzos del siglo XXI refutan la tesis del fin de la historia. Le proponemos, entonces, el desafío de refutar este escrito. 

sábado, 12 de octubre de 2013

Las niñas bonitas

I.
Hay momentos en que extraño cierta inocencia de mi infancia y adolescencia.
Como cuando pensaba que todo era posible y me imaginaba una vida futura admirable. Pensaba que iba a tener hijos antes de los 30 y que todos los hombres a los que les entregaría mi amor se lo iban a merecer realmente. Me imaginaba como una mujer de hierro: segura, fuerte, respetada y hasta un poco temida. Me imaginaba, en ese sentido, de convicciones firmes y sobre todo, resuelta. 
Creo que todas las chicas de mi generación que conozco, que son mis amigas o que podrían serlo, tenemos todavía una visión parecida sobre eso que queremos ser, aunque ya somos mucho más concretas que a los 15 años, cuando todo era lo que nuestra imaginación nos permitía.
Lo más difícil es que no queremos perder nada de lo que nos hace ser mujeres y ganar todo lo que los hombres siempre tuvieron: trabajar, producir, tener poder, ser admiradas por lo que hacemos, jugar al fútbol, tomar tragos fuertes.
Queremos, también, y contra cierta mezquindad femenina que existe efectivamente, admirarnos entre nosotras. Para los hombres la admiración hacia una mujer va a mezclarse indefectiblemente -en no todos, pero en la mayoría de los casos- con el deseo sexual. En cambio nosotras podemos admirarnos en tanto modelos a seguir. Mis referentes -quiero decirlo- son figuras femeninas.


II.
Siempre me gustó la política, aún cuando casi no sabía nada sobre ella, cuando en el secundario trataba de entender lo que pasaba sin tener ningún tipo de memoria histórica de los hechos. Hace poco un hombre me dijo que para las mujeres es difícil, que la política es un ámbito muy masculino.
Creo que hay algo de la relación con mi papá que se trasluce en eso: somos los dos “políticos” de la casa, él me llama para decirme que prenda la radio, que están haciendo una entrevista muy buena; yo lo llamo para comentarle un artículo de algún blog que leí; los domingos nos sentamos en el sillón a leer los diarios que llegan a la mañana: hacemos mate y tomamos los dos, después se despiertan mis hermanos y comemos, volvemos a los diarios, al mate, a las pequeñas charlas de domingo, son esos pequeños rituales que para mí significan la felicidad.



III.

Anoche fue el cumpleaños de mi mamá. Fuimos a comer a un restaurant con ella, mi papá y mis hermanos. Había en la mesa de al lado varias parejas, una de ellas con una nenita rubia y con unos ojos impresionantes que andaba dando vueltas de acá para allá, terriblemente aburrida entre tantos adultos. Miré a mi familia y pensé que sin ellos estaría perdida. Pensé que cuando no estoy trabajando o estudiando, mi casa -la de mis viejos- esa casa estilo racionalista, diseñada hasta en los más mínimos detalles, anclada en el centro de un barrio que parece casi un pueblo, esa casa, me hace sentir que tengo un refugio para toda la eternidad. Y entonces pienso en si realmente no quiero también eso para mí, y construir también algo lindo en los afectos, un hogar, una familia y ser también mujer en ese sentido.

miércoles, 2 de octubre de 2013

La austeridad tiene que ver con la libertad

En las páginas del libro de Javier Auyero y María Fernanda Berti titulado La violencia en los márgenes aparecen dibujos de niños que están en la escuela primaria a los que les han dado una consigna: representar un situación que les gusta y otra que no les gusta de sus vidas. En varios dibujos aparecen figuras de hombres con armas disparándose. Cuentan algunos chicos que en sus barrios les atemoriza -a la noche, cuando intentan conciliar el sueño- el ruido de los disparos.


Cualquiera pensaría que un texto que empieza así continúa con lugares comunes de la izquierda, e incluso podría imaginar su desenlace: una demanda por más presencia estatal, por lucha contra el narcotráfico, por mejor educación y salud públicas, por la tan mentada “distribución del ingreso”, consensos que ya no vale la pena discutir porque nadie es tan insensato como para no compartirlos. Excepto para quienes caen en la trampa que proponen los cansados constructores del relato: agitar el fantasma de la derecha para opacar el cómo se resuelven esos problemas. Ignoro si la trampa es intencional o no.


Partimos -entonces- de una tesis: el poder político puede resolver problemas y los puede resolver mucho mejor que las organizaciones sociales, los sindicatos, los centros de estudiantes. Sobre todo, porque tiene todos los recursos disponibles.


Segunda tesis: cómo gestionar esos recursos más eficientemente es el real problema que tiene hoy la sociedad argentina, y es la sociedad la que tiene el problema porque ella misma es rehén de la clase política que ha perdido sus capacidades de gestión, conducción y eficiencia.
Sí, superamos al neoliberalismo (al igual que los otros países de Latinoamérica), hay más Estado, pero ese Estado: ¿funciona bien?
Hay que admitir la derrota real (insisto mucho en separar los términos real y simbólico, porque el kirchnerismo nos ha sometido a una confusión constante entre estos dos ámbitos): mayor Estado no se tradujo en mejor Estado. 
Pensemos qué Estado nos deja el kirchnerismo como sociedad y no qué le deja el kirchnerismo al kirchnerismo, o a los kirchneristas.
Hay más presupuesto para educación, para salud, tenemos una ley de trata, una ley de medios, una aerolínea de bandera, YPF, la AUH.
¿Por qué confiamos ciegamente en que el Estado va a resolver mejor esos problemas? ¿Sólo por altruismo de quienes participan del Estado? ¿Confiamos en su bondad? ¿Confiamos porque no portan “intereses”? ¿Por qué "interés" es mala palabra?
¿Acaso nuestras propias vidas no se explican por los intereses que nos mueven a hacer determinadas cosas y no otras? La libertad, esa palabra sagrada, no quiere decir más que eso: poder hacer, poder ser, poder desarrollar las fuerzas más íntimas de nuestras fibras humanas. Cualquiera que conozca la vida estatal puede jurar que en la mayoría de los casos ahí no hay nada de eso.


Tercera tesis: el kirchnerismo fue la reacción de izquierda a la tónica de derecha dominante en los noventa. Por eso fue muy difícil disputarle al gobierno por izquierda, y todas las organizaciones que se ubicaban dentro de ese espectro ideológico se dividieron entre los que no apoyaron al kirchnerismo y los que sí lo hicieron, estos últimos con el siguiente  razonamiento: si hasta el 2001 nuestras banderas eran las de un mayor Estado, la de la AUH, la de la lucha contra los indultos ¿por qué oponernos ahora a un gobierno que nos da todo eso?
Y como toda crítica a la ineficiencia estatal se ubica tradicionalmente a la derecha, no entraba en el esquema ideológico. La corrupción -que sí es una crítica tradicional de izquierda- por alguna razón, o bien se desconoció, o bien se la ninguneó por ser de un republicanismo contrario al ideario nacional popular.
La cuestión es que la pregunta por la eficiencia del Estado quedó opacada y se habilitó -por izquierda- la intervención del Indec (y con ello toda posibilidad de una discusión sensata sobre las estadísticas, justamente por carecer de un suelo común a partir del cual discutir), estatizaciones irresponsables y el acallamiento de problemas reales en los lugares tradicionales de un estado que se pretende igualador: educación, salud, trabajo y transporte.


Hoy Daniel Filmus dijo que de todas las mujeres de 24 años en el país, 84 mil no trabajan ni estudian. Lejos de reconocer una falla en la gestión estatal de los recursos, el senador aseguró que "la mitad de las mujeres ni-ni tienen niños menores de 5 años; gracias a la Asignación Universal por Hijo, están en el lugar que tienen que estar, cuidando a los chicos porque tienen recursos para hacerlo ". Lo curioso es el presupuesto -que tendría poca aceptación en la clase media profesional de la que proviene Filmus- de que la mujer tiene que estar en casa cuidando niños.
En total, los ni ni ascienden a 850 mil y probablemente muchos de los chicos que aparecen en el libro de Auyero con que abrimos este post, terminen perteneciendo -si las cosas siguen así- a esa categoría.

Quizás, por no querer -o temer- dar el debate acerca de cómo debe ser un Estado estemos hipotecando nuestro futuro como sociedad, no sólo como individuos.

viernes, 27 de septiembre de 2013

La toma



Por @gasparkers
Los pibes toman el Buenos Aires para figurar, ahora y siempre

El primer día de clases de primer año, el rector, al que habíamos visto en la tele o firmando notas en los diarios, pasaba aula por aula explicándonos que en el futuro seríamos médicos, abogados o cantantes de ópera, pero siempre los mejores.

La cabeza de un chico de 13 es difícil de transitar. Mucho más la de uno que estuvo haciendo un año de colimba intelectual a los 12 y siente que metió el gol de su vida cuando todavía no le terminó de cambiar la voz.

Después del rector pasaban a hablar muchas agrupaciones, como seguiría pasando en la facultad. Recitaban el mismo discurso, nos repartían los mismos volantes y armaban las mismas asambleas. La politización, de la que tanto nos habían advertido, iba tomando forma, pero mucho más social y blanda de lo que nos imaginábamos. Ese monólogo del rector seguiría siendo el diapasón que resonaba para afinar todas esas cabezas megalómanas enojadas con el mundo.

Seguramente el rector actual no tenga el mismo discurso, pero las instituciones van encontrando maneras de mantener su mensaje a pesar de las personas. Hoy son las pintadas en San Ignacio, hace diez años fue el éter del laboratorio de química, que perfumó toda la manzana durante meses gracias a una toma en solidaridad con Kosteki y Santillán, declaración de principios que se vivía como imperativa, pero que nadie estaba esperando.

Lo que está debajo de una misma conducta repetida a lo largo de años es el lugar equivocado que se le da a un colegio que -al igual que cualquier otro- nunca hizo tanto por nadie, pero que reclamó para sí toda clase de honores y laureles.

El Buenos Aires no está tan politizado como dicen. Los pibes toman el Buenos Aires para figurar. No por codicia, sino porque alguna fuerza misteriosa les hizo creer que es su deber cívico, que cuando un evento relevante se instala, la hora reclama que hagan oír su voz. No hay debate sobre la juventud y la militancia, por más interminable que sea, que resuelva algo mientras esté parado sobre un delirio que lleva más de cien años funcionando.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Pobreza

“El lenguaje universitario me parecía unas veces pobre, otras inadaptado. Como un lenguaje incapaz de nombrar aquella realidad que me habitaba.”
Denis Merklen

Estas últimas semanas, como es habitual, fuimos rehenes de discusiones en torno a cuestiones que tendemos a resumir con liviandad en una oración: la baja de la edad de imputabilidad, las calzas de CFK, el nombramiento de Granados, el divorcio de Doman, la entrevista de Brienza.
Dos de esas frases tuvieron que ver con la pobreza: la primera fue la decisión de mudar parte del ministerio de cultura a la villa 21, la otra fue la polémica sentencia de nuestra presidente que rezaba  “Hasta en las villas tienen Direct TV”.
Más allá de la cuestionable defensa de CFK a una empresa como Direct TV, algo que parecería incongruente con el estandarte del estatismo que pregona el kirchnerismo y también, con su lucha contra “las corporaciones” (ademán retórico que desde aquí no compramos, principalmente porque concebimos que la clase política también es una corporación), sería interesante pensar qué significados y connotaciones tiene esa idea de que los pobres ahora (habría que ver si en los noventa esto no pasaba también) acceden a “un lujo” como lo es la televisión satelital.


Hacer referencia a la supuesta mejora de las condiciones de vida de los pobres es un gesto que siempre legitima por izquierda. Pero la izquierda, ¿cómo concibe efectivamente a la pobreza? ¿Se puede hablar de la pobreza en abstracto?
La concepción de esa “izquierda” (las comillas indican la vaguedad del término) que referencia sus decisiones políticas en torno al drama humano de la pobreza está determinada por dos distancias.
La primera es la distancia material entre la clase media y “los pobres”, una distancia efectivamente existente, que no se mide sólo en términos de canasta básica como línea divisoria, sino tiene que ver con las prácticas: qué comen los pobres, a qué boliches van, dónde compran la ropa, cómo están decoradas sus casas, qué vocablos utilizan, a qué trabajos acceden, en qué barrios viven, a qué colegios van, cuántos hijos tienen. Y cuando decimos que el kirchnerismo es un movimiento político de clase media nos referimos esencialmente a eso: sus referentes y sus más convencidos adherentes practican los hábitos de la clase media.
La segunda distancia es conceptual. En muchas ocasiones he escuchado a miembros de la clase media esgrimir una conceptualización de la pobreza en términos abstractos: se piensa al pobre como un sujeto que debe ser ayudado, sea por el Estado, sea vía la participación voluntaria en territorios carenciados, el pobre como aquel sujeto que hay que proteger, salvar, y sobre todo, representar . Y en ese discurso, la distancia se agranda, porque determina al mismo tiempo cierta megalomanía de quien la enuncia: ¿qué le hizo creer al miembro de la clase media que puede efectivamente ayudar al pobre o representarlo o saber mejor qué es lo que necesita?



Durante los años noventa, la clase media frepasista se horrorizó ante los crecientes índices de pobreza (que comenzaron su ascenso hacia mediados de la década). Esa clase media es la que consumió durante esa época Página 12 y Día D, también fue la época en que aparecieron programas como Ser Urbano o el Zoo, que mostraban esa cara B del menemismo, mientras la cara A mostraba una festividad ligera y frívola.
El problema es que parte de la clase media con conciencia social al mismo tiempo recibió durante los noventa los beneficios de la convertibilidad, recuerdo un profesor de la facultad de ciencias sociales que para ilustrar su situación de clase contó que había viajado varias veces a Europa en esos años. Entonces ¿cómo no tener culpa? ¿y cómo no ser opositor de un gobierno que no enunciaba un discurso que pudiera defenderse por izquierda ante tanta pobreza vista?
Entonces vino el kirchnerismo, y le dio la posibilidad a la clase media de vivir sin culpas, porque ahora bajo el paraguas del “modelo con inclusión social” la conciencia progresista puede gozar de los beneficios del consumo y los viajes a Europa. Porque Página 12  le dice que los pobres están mejor que antes, ya no hay un Ser Urbano que le muestre el lado B del consumo, y además, la presidente agiganta al Estado y reparte planes sociales, que era todo lo que se le pedía por izquierda a la política en los noventas.


Sería necio negar que la pobreza disminuyó en los últimos diez años, es un hecho cierto (incluso tomando estimaciones que se acercan más a la realidad que aquellas que provee el INDEC). Pero me pregunto, ¿alcanza medir la pobreza sólo en términos de canasta básica o en multiplicadas antenas de Direct TV?

Hace poco, Chiche Gelblung invitó a charlar a su programa a dos grupos de chicos sobre la baja de la edad de imputabilidad: unos eran pibes chorros, otros eran de clase media. En un momento se pusieron a discutir entre ellos: lo que surgía de esa conversación era una violencia manifiesta de unos hacia otros, una violencia que tiene que ver con esa distancia material y simbólica entre los pobres y los que no lo son.

Lo terrible de las villas, además de las malas condiciones de infraestructura, la droga y -sobre todo- la falta de legalidad, es que sus habitantes se saben parte de un ghetto. Una persona que supo ser muy cercana, de la villa, una vez me dijo que el problema más grande tenía que ver con eso: el comportamiento de los pibes chorros, la violencia, el drama social, proviene del estigma de ser pobre, de esa diferencia insuperable que implica vivir en determinado perímetro de la urbe, y que no es lo mismo cuando un clasemediero va a la villa, en donde muestra toda su solidaridad con la pobreza, el problema es cuando un pobre pisa un territorio que está afuera del barrio.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Prostitución


Hace un tiempo nos juntamos con mis compañeros de la secundaria a cenar, una práctica habitual que tratamos de sostener una vez al mes. Entre la variedad de tópicos generales que sostienen nuestras discusiones, risas y chistes surgió uno que dividió las opiniones de la mesa: el buen sexo, ¿es cuestión de “habilidad” de los practicantes o de “química” entre dos personas”?
Las posiciones defensoras de la “habilidad” en el sexo trajeron como ejemplo la situación de las prostitutas. Dos de las partidarias de la “química” nos negamos a aceptar ese argumento, éramos, además, las únicas en la mesa que habíamos tenido algún contacto más o menos cercano con una prostituta.
Cuando hace unos días el jefe de la legislatura santacruceña dijo que no debían prohibirse las whiskerías argumentando que  "hay una necesidad de tener una distracción, de estar con una mujer, algo fundamental para la vida de un hombre", recordé aquella conversación que habíamos tenido con mis amigos.
Más que los dichos, me sorprendió ver que en twitter y en facebook proliferaban -del lado masculino- las defensas a los dichos del señor santacruceño, con argumentos de este estilo:
“Es legal que te hagan disfrazarte de empanada por dinero pero no ponerla por dinero. Dios mío.” (@lucasllach)
Al respecto, sostuvimos con @albinstromber una discusión epistolar -ya que somos partidarios de la argumentación y del debate de ideas como estas, así, a lo moderno- que reproducimos a continuación y, esperamos, sume en la dirección correcta:




@albinstromber:


Me encanta la deliberación racional, y me la dejaste picando.
Voy a enumerar los que a mí me parecen los argumentos liberales más o menos defendibles a favor de la legalización de la prostitución. No me decido a hacerlos propios, pero sí me parece que deben ser atendidos.

En primer lugar, hay que tener en cuenta que estamos hablando de la legalización, y no de la existencia de la prostitución. Personalmente, creo que el mundo sería un lugar mejor si a) la prostitución no existiera y b) coger fuera más fácil. Pero como uno no puede ajustar la política pública a cómo desea que el mundo funcione (salvo que uno sea Mao o Stalin), la cuestión es si es mejor legalizar o prohibir.
El argumento de la “dignidad” se apoya en que el sexo no es equivalente a cualquier otro tipo de tarea física. Es un argumento razonable, y seguramente Freud estaría de acuerdo, pero la cuestión es quién lo decide. Yo creo que nadar en una pileta de caca es contrario a la dignidad humana, y sin embargo no se me ocurre prohibir Jackass. La cuestión es por qué no consideramos que cada persona está en condiciones de decidir si le parece más digno entregar el culo por 200 pesos que limpiar baños por 40. De hecho, hay un sindicato de prostitutas (AMMAR) que aboga por la legalización y por una serie de protecciones legales.
Desde ya, cualquiera que considere que la prostitución es degradante tiene que preguntarse si aplicaría los mismos estándares a la participación en el programa de Tinelli, a la pornografía (Sasha Grey es bibliografía obligatoria al respecto) o a los desnudos en las revistas. Si participar en el programa de Tinelli no es degradante para quienes eligen hacerlo, ¿por qué lo sería prostituirse?
El contraargumento que se le suene devolver a quien dice esto es insistir en que la mayoría de las prostitutas no son prostitutas VIP. Y es cierto. Pero eso sugiere que no estamos en contra de la prostitución por principio, sino que estamos en contra de la pobreza. No debe ser casualidad que las tareas físicas que consideramos más degradantes son las que hacen los que tienen menos plata.
También dijiste que hay que haber tenido una vida horrible para elegir eso. Creo que no es cierto empíricamente, salvo en el sentido trivial de que las vidas de todos los pobres son horribles. No es cierto que todas las prostitutas, modelos o actrices porno hayan sido abusadas (Sasha Grey, de nuevo: http://www.youtube.com/watch?v=oXYA5kb60PA). Sí es cierto que tienen una relación con el sexo distinta de la que tiene uno. Como la tienen los bisexuales, o los swingers, o los sadomasoquistas.
Y si uno acepta (vos no lo aceptás, pero quizás te convenzo) que hay un componente voluntario, uno podría estar condenando indirectamente a una mujer a limpiar baños, al prohibirle la actividad más redituable a la que ella preferiría dedicarse
Insisto, creo que a un liberal convencido no le gusta el paternalismo estatal, es decir, que el Estado no te deje tomar tus propias malas decisiones. Creo que la utopía liberal al respecto es un mercado de prostitución formalizado y respetable, donde las prostitutas son bien tratadas, como los médicos de una prepaga (aunque quizás deberíamos desconfiar de todo aquel que idealice a las prepagas). A nadie le parece bien que una mujer pobre tenga que recurrir a ningún trabajo degradante. Lo que no está claro, para un liberal, es que las decisiones de una prostituta sobre qué hacer con su cuerpo sean más degradantes que las de una mucama, una modelo o una moza. En tanto los intercambios sean voluntarios, no hay problema. Ahora, si la cuestión es que las circunstancias fuerzan a una persona a una situación en la que preferiría no encontrarse, el problema son las circunstancias. Y sobre eso, creo, es más fácil que todas las personas de bien nos pongamos de acuerdo.
Espero respuesta, eh.
Saludos,
S.



@mercadersofia


Te contesto, no sé si lo lograré tan estructuradamente como quisiera.
En primer lugar, lo que en un principio motivó mi rechazo a lo que decía Lucas Llach no es el problema de la legalización/prohibición. Yo estaría dispuesta a apoyar la legalización, en general estoy a favor de que prácticas reales se institucionalicen y regulen.
Lo que a mi me despertó indignación principalmente fueron los comentarios de determinados hombres que de alguna manera justifican "el consumo" de prostitución. A mi me genera más desconcierto el problema del consumo que de la venta. No puedo creer que se esgriman argumentos del estilo "te pagan por coger", realmente quisiera saber si un tipo estaría dispuesto a laburar en serio de eso, teniendo sexo varias veces por noche con mujeres que consideran desagradables.
Me parece que no se puede comparar el trabajo doméstico con la explotación sexual: seguro, si nos desprendemos del psicoanálisis y de las condiciones subjetivas es lo mismo (una actividad física como cualquier otra)  pero como creo que todo es cultural, el sexo me parece básicamente algo de orden diferente -culturalmente- que limpiar.
Y de todas maneras, yo tampoco estoy a favor del trabajo doméstico así nomás, me parece raro que la gente viva con su empleada, me parece que se genera una asimetría ya muy fuerte en ese tipo de relación laboral.
Si querés, mi argumento es humanista: ¿hasta qué punto podés desentenderte del sentimiento de simpatía (de sympathy) para con el otro? Yo he escuchado a amigas hablar de despedidas de solteras en las que va un tipo a ponerse en bolas, me decían "la verdad pobre chabón, no es que le cabe hacer eso". Por eso yo y mis amigas nunca contrataríamos a un stripper para que nos muestre su miembro en una despedida de solteras. Me sentiría realmente incómoda tratando como un divertimento a un tipo.
Por otra parte está la elección de la mina que decide  ser prostituta. Es cierto que el sindicato AMMAR defiende la prostitución como una especie de "trabajo digno", pero a mi eso siempre me pareció raro: si vos te ponés en la piel de la prostituta que tiene que estar en la calle, cagándose de frío, peléandose con el policía, drogándose con el cafiolo, decís “bueno, dignidad las pelotas”. Yo sinceramente creo que una mujer que llega a eso es porque sufre de una autoestima muy baja. No digo que todas las prostitutas fueron abusadas, pero creo que ahí funcionan cuestiones culturales en la sociedad que determinan que el sexo femenino sea subjetivamente más débil. Nosotros nacimos en casas más o menos cultas, con una concepción de la mujer bastante adelantada (y hasta ahí, no somos la panacea), pero no pasa eso en todos lados, el machismo tiene consecuencias fuertes en la subjetividad de una mujer. Ahí es cuando yo te digo, "soy antirelativista cultural", yo quiero que todas las mujeres tengan más oportunidades de elegir.
Después otra cosa es Sasha Grey y las prostitutas vip, pero de todas maneras creo que ahí también opera algo de la autoestima fuerte. Porque no creo que las pobres por ser pobres eligen la prostitución como único medio de vida, y las ricas porque les pinta. Creo que es una decisión que sale de algo complicado. Y creo que muchos hombres confunden eso con una mina que le cabe coger. Principalmente porque a la mina que le cabe coger elige con quién hacerlo y cuándo y cómo.
Entiendo que el argumento de Sasha Grey es "es el único trabajo donde a las mujeres les pagan más que a los hombres", no me parece suficiente.





@albinstromber


Yo no consumiría prostitución. No me gusta la idea, no me calienta, no me funciona. No me siento cómodo con gente que no piensa lo mismo que yo al respecto. Pero no sé si reivindicar moralmente mi posición: creo que yo soy un tipo bastante neurótico, que es otra manera de decir "emocionalmente afeminado", y entiendo que gente que tiene una relación más directa con su cuerpo (más masculina, menos mediada, más animal, y me ahorro las comillas porque estamos en confianza) puede pensar distinto. En cualquier caso, no veo nada reivindicable en el consumo de prostitución. Alguna vez lo intelectualicé así: la gente que paga por coger es gente que entiende mal el sexo, es gente que cree que el sexo se trata de ponerla y sacarla y no de un juego -hegeliano, como todo- de reconocimiento. Quizás tendría que rectificar: a algunos el juego del reconocimiento les pasa por la guita. Se sienten, quizás, importantes por poder pagar por algo. Allá ellos. No van a ser mis amigos y no voy a pensar bien de ellos, pero no dejan de ser adultos contratando voluntariamente.
Error de tu parte no querer contratar un stripper. Podría ser divertido. "No es que al chabón le cabe hacer eso". Qué sé yo: yo tengo el mismo trabajo hace 7 años, tengo las bolas llenas y lo hago con una sonrisa igual. Me parece que hay que tener cuidado con trasladar los propios gustos y prejuicios: uno no trabajaría de eso, y quizás uno no se calienta con eso. No tiene por qué ser el caso de otros. Lucas Llach lo dijo: ni un retuit de una mujer. Es obvio que las mujeres tienen otra cercanía emocional con el problema. No es difícil de imaginar por qué: les gritan por la calle, las tratan como objetos, sienten todo el día la inminencia de una violación y no es difícil imaginar que entre el tipo que te grita por la calle, el que te toca el culo porque puede, porque sos su secretaria, y el que estaría dispuesto a comprar tus ganas de coger hay una diferencia de grados, pero no de tipos. En algún sentido, allí donde se cruzan el psicoanálisis y Minority Report, todos son violadores potenciales, al menos en tanto no creen que el sexo sea una cosa de dos. El deseo que tienen enfrente no les importa demasiado. Por eso decía que creo que entienden -peligrosamente, si querés- mal el sexo. (Confieso que escribo y se fortalece mi convicción ética contra la prostitución, pero no estoy dispuesto a dar el salto y convertirlo en una convicción política: de la misma manera, creo que es inmoral criar mal a tus hijos, pero no nos toca regularlo).
Quizás por eso te desvié la conversación hacia el tema de la legalización, porque me parece que el liberalismo tiene ahí su mejor punto. Dejé claro en el primer mail que prefería que la prostitución no existiera, pero al mismo tiempo creo que no vale imponer mi deseo.
Entonces, ¿es lo mismo la prostitución que el trabajo doméstico? Quizás sí desde el punto de vista legal-formal: idealmente, ambos son contratos voluntarios (ojo, quizás no son lo mismo: sabemos que cierta dosis de paternalismo estatal, como prohibir la merca, nos parece razonable). Y seguramente no desde el punto de vista ético-existencial: el sexo nos constituye de una manera distinta a como nos constituye el trabajo. Por eso algo de lo que dice Freud es plausible. Porque el trabajo es nuestra relación con la naturaleza, con lo inanimado, y el sexo es nuestra relación con otros.
De todas formas, como el deseo es algo tan complicado, es difícil abordar el tema. Es tan falso que todas las prostitutas fueron abusadas como que todas son Sasha Grey (aunque lo segundo probablemente sea estadísticamente más falso que lo primero). ¿Hay algo de la autoestima? No sé, diría que hay algo del deseo que funciona distinto de como funcionan el tuyo y el mío. Hay gente que disfruta sexualmente del sadomasoquismo, por ejemplo. No me animaría a puntualizar que el componente que determina ese deseo es la autoestima. En principio, porque el de "autoestima" me parece un concepto un tanto intelectualista. Diría que uno no tiene una serie de afirmaciones que cree sobre uno mismo, sino que uno es el resultado de una serie de contingencias que lo hacen querer unas u otras cosas, a veces más beneficiosas para la conservación física y emocional, y a veces más dañinas.
Para ponerlo en concreto: elegir ser prostituta me parece tan patológico (o menos) que elegir ser cura. Un cura tiene una relación peculiar con su cuerpo y su deseo, una que -a mí- me resulta todavía más extraña y ajena que la que tiene una prostituta.
Como último punto: la idea del sexo como mercancía es tan cultural como la idea del sexo como algo sagrado, íntimo, privado, respetable, valioso, importante, disfrutable, etcétera. Una nos puede parecer mejor que otra. Pero en general los criterios flaquean a la hora de ser precisos. Yo no quiero ser relativista acá, y se me ocurre algún argumento hegelofreudiano para tratar de no serlo. Pero, en última instancia, cualquier argumento de ese tipo depende de algún criterio "eudemonístico" tipo "vivir una vida sexual plena" o "ser feliz". Y no tenemos buenas varas para medir eso. Es más, quizás la mejor sea la vara del liberalismo, esa que dice que cada cual puede hacer de su culo un florero. Marx y Nietszche nos enseñaron que no somos plenamente dueños de nuestras decisiones. Creo, entonces, que la tarea no es cuestionar las decisiones, sino las circunstancias. Dicho brutalmente: si decimos que una prostituta eligió ese camino porque fue abusada de chica, llegamos demasiad tarde, cuando ya no había nada que hacer. No es que Sasha Grey tenga razón: es que Sasha Grey pudo elegir. La aspiración, como siempre, es la de que la mayor cantidad posible de mujeres tenga margen para elegir.
Hasta acá por hoy. Me voy a ver Breaking Bad.
Beso.
S.



@mercadersofia


Creo que fue un gran intercambio, no tengo nada que objetarle a tu mail y me gustó poner en el tapete cosas que pienso sobre eso.
Tu conclusión es mi conclusión, ya sé que no hay nada que hacer cuando el abuso ya se consumó
Pero bueno, cada uno aporta su grano de arena y si alguien sale a bancar el consumo de prostitución, me parece bien salir a plantear la contra.
Beso.

S.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Viernes de Santa Rosa

Recién llego a casa, me trajo mi papá, con su flamante auto “década ganada”, como le digo yo.
Salgo todos los viernes a las 10 de la noche de dar clases en una escuela de cerámica en Avellaneda. Para ir hasta allá en general me tomo el 17 en la 9 de julio, me subo a las plataformas nuevas del metrobús y espero el que viene vacío; todo el mundo dice que eso no es un “sistema” de transporte, pero yo viajé en otras ciudades de Latinoamérica que lo tienen y los encuentro parecidos. Las paradas quedan en la mitad de la avenida y me gusta no tener que correr para cruzarla de una antes de que cambie el semáforo, me ponía muy nerviosa eso antes. Una acumula pequeños nervios, uno tras otro, durante el día.
En el trayecto hacia la escuela paso siempre por Constitución, después Barracas, después el puente, después la Avenida Belgrano, después la Mitre. Me encanta ese trayecto. Hoy pude fijarme un poco mejor en la estación de tren de Constitución, me pareció un gran edificio. Siempre me pregunto quiénes son los que habrán tenido la visión arquitectónica en algún momento de hacer un gran edificio. La estación es imponente, tiene una entrada en arco enorme, señorial casi. Me acordé de la Grand Central Station de Nueva York, pensé en qué contextos tan lejanos se encuentran esas dos estaciones. La nostalgia porteña tiene algo de eso: es como una nostalgia de lo genial que no pudo ser, o de la genialidad ubicada en un contexto hostil, que la hace pasar desapercibida.
Cuando el colectivo cruza la autopista ingresando en el municipio un cartel tipo collage recibe a los viajantes. Tiene un color celeste, casi turquesa, con fotos de Perón, de Evita, del monumento al descamisado de Santoro, de Néstor, todas en chiquitito, flotando por el cartel, como alegremente. Para el ojo atento también aparecen carteles de Massa o Insaurralde, siempre acompañados de unos candidatos de esos que no aparecen en la tele. Esos carteles que están más allá de la General Paz siempre me llamaron la atención, casi que con ellos entrás en el universo degradado del diseño gráfico, de las publicidades amateur, del photoshop con el que juntaron la foto del candidato nacional con la del sin nombre municipal, ese que fue construyendo su quintita de poder, para ser un poroto más de la bolsa de gatos que es la política.
La provincia no es muy distinta de la capital, pero la diferencia se siente, en el clima, en las calles, en la fisonomía. En Avellaneda, por los alrededores de la escuela, no hay un solo bar para tomar un café, hay una pizzería oscura amueblada con esas sillas de estructura de metal y acolchado de plástico.
Una vez mi papá me dijo, hablándome de Morón: “la provincia tiene todo lo malo de la capital y nada de lo bueno”. Siempre pienso en esa frase cuando se me ocurre que podría hacer tiempo en el conurbano sur antes de entrar a la clase y después me digo “no, mejor tomate un café en el centro, aunque viajes parada”.
Hoy mi papá me pasó a buscar casi de sorpresa, me da a veces vergüenza que caiga con su auto década ganada. Él lo entiende. A mi papá no le gusta la ostentación, así nos enseñó a ser a mí y a mis hermanos. Vino a la Argentina a los 19 años exiliado, cayó en Morón con un amigo y ahí la conoció a mi mamá. Hace poco me dijo que se acordaba de cuando era chico, de cuando estaba en contra de los lujos burgueses, me decía que ahora sentía que realmente le gustaba su auto, me lo dijo casi con culpa.
Supongo me mi papá creía cuando era chico, como yo también creí en algún momento, en esa idea de “hacer algo por el otro”, una idea que involucraba el sacrificio por los demáss, una idea franciscana, casi religiosa. Yo ahora pienso que sólo vale la pena sacrificarse por los suyos, si hay algo de bien en el mundo es el que podemos hacer por los que tenemos más cerca. Desprenderme de esa caridad fue también desprenderme de un sentimiento megalómano y soberbio.


Miro mucho a la gente desde el colectivo, cuando pasé por Constitución vi a dos chicos en un terreno baldío caminando con sus guardapolvos, eran hermanos que caminaban de la mano, solos. Sé que mi vida probablemente nunca se vaya a interceptar con la de ellos, no puedo hacer nada por ellos, ni por gente que casi ni conozco, sólo me alegró verlos tomados de la mano, sentir respeto por su hermandad y tratar de recrear, en algo, esa hermandad con los míos. 

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El país inorgánico


“Buenos Aires es un territorio cosmopolita incrustado como tumor canceroso en el cuerpo del país”
Martínez Estrada

Ayer


Hasta 1880 uno de los problemas centrales de la Argentina fue la necesidad de federalizar Buenos Aires. Se trataba de un problema político, económico y territorial, tres caras con las que se arma -sumando tal vez la cuestión cultural o social- el poliedro de una nación. En ese territorio se generaba la mayor parte de los recursos de la República en ciernes, por eso allí siempre se encontraría -hasta el día de hoy- la sede del poder político. Buenos Aires era la puerta de entrada de un país que estaba delimitando sus fronteras, desde allí se filtraba la cultura del viejo mundo; sus productos manufacturados; sus inmigrantes españoles, italianos, polacos y  por allí salían también las materias primas, hijas de estas tierras fértiles que caracterizan a nuestra pampa húmeda.
Quien le dedicó gran parte de su producción literaria al problema de la federalización de Buenos Aires fue Alberdi, un pensador y un político obsesionado por pensar y construir la República Argentina; su herencia nos es transmitida desde el primer texto de nuestra Constitución, de 1853. Es allí donde teoría y praxis alberdiana encuentran su punto de conjunción, porque las constituciones son justamente eso: un texto con nociones teóricas que determinan de manera suprema los límites de las prácticas posibles.
La constitución argentina nació inspirada en el texto constitutivo de un país federal como los Estados Unidos. Alberdi había leído El Federalista de Madison (así como Sarmiento había leído a La democracia en América de Tocqueville), pretendiendo imitar con sus Bases a ese escrito político que inspiró la Constitución norteamericana. El problema de la Argentina -al igual que el de los Estados Unidos para Madison-  era su gran extensión, porque los grandes territorios propendían a la instalación de regímenes despóticos (era una visión romántica basada en la teoría del medio de Montesquieu). La solución propuesta era la implementación de un sistema federal, que hiciera de las autonomías distritales una virtud con la cual combatir el despotismo. Así es pensado nuestro país, dividido jurisdiccionalmente en 23 provincias y una ciudad autónoma, pero ¿es construido acorde con esta visión?



Hoy


Alberdi insistía con que el problema territorial debía resolverse, pero sobre todo porque no se jugaba ahí una teoría geográfica, sino política: “En torno a la cuestión de capital se desenvuelve la historia entera del poder en este país; ¿por qué razón? La hemos dado mil veces. Porque, según sus condiciones de formación geográficas y económicas, la capital es el Poder, y el Poder es el Gobierno.”
Alguien podrá pensar que es anacrónico volver a concepciones que fueron esgrimidas hace más de un siglo, pero traduciendo “capital” por “conurbano bonaerense”, ¿no podría la cita aplicarse a la preocupación de cualquier partido político que pretenda gobernar la Argentina? ¿Cómo gobernar la inviable Buenos Aires? ¿Cómo adquirir hegemonía en ese tercio del electorado que significa, también, un pesado y anquilosado tercio del cuerpo del poder nacional?
Alberdi tenía la atención puesta en la cuestión de la territorialidad nacional. Hoy la palabra “territorio” es utilizada en política para referir la construcción del poder político (“Tal político viene del territorio”, “Hace falta construir poder territorial”), pero ¿alguna vez se refiere la palabra al territorio nacional en su conjunto? Esta es nuestra tesis: no hay proyecto de país en la Argentina porque no se tiene una visión territorial de nación, el problema simplemente se mantiene en silencio.
A los norteamericanos, en algún momento, se les ocurrió edificar Las Vegas en una estepa en la que no crecía nada. En Argentina, quizás el último proyecto que tenía algo de esa visión territorial fue el del intento de traslado de la capital a Viedma, es decir, un territorio alejado de esas tres o cuatro ciudades que se concentran en las cercanías del punto nodal que es la ciudad de Buenos Aires Es paradójico, porque allí donde se pretende que haya autonomía tiene que venir una cabeza nacional a distribuir recursos para que el todo sea armónico, no hay posibilidad de federalismo sin un proyecto nacional.
La Argentina tiene entonces un federalismo a mitad de camino porque el cáncer de Buenos Aires fagocita toda célula viva que quiera desarrollarse dentro del territorio nacional. Toda la Argentina es rehén de ese tumor maligno que naturalmente atrae a toda la vida migratoria. Pero también ese tumor tiene sus resonancias en la forma política de vida del país.
Tantos años de imposibilidad de concretar una territorialidad más balanceada es lo que hace que en determinadas voces nuevas se exprese la imposibilidad de gobernar Buenos Aires; lo que dice Martín Rodríguez acá quizás pueda sintetizar toda nuestra percepción del problema: “Gobernar Buenos Aires es como curar un cuerpo enfermo con aspirinas. Una gobernación de reducción de daños, cuya dependencia con la Nación es terminal. Una provincia que la Nación y el resto de las provincias necesitan tener bajo la raya.”
Los términos “Nación” y “Buenos Aires” inclinan la balanza en detrimento del peso de las provincias, la inequidad es simbólica, pero también real. Cultura política y cultura territorial están intrínsecamente ligadas y aunque parezca demasiado (anacrónicamente) moderna la caracterización, es cierto que no se ha expresado en los últimos años un proyecto de nación que contemple esa inequidad territorial.


Paréntesis


Existe una objeción posible a este razonamiento: un posible proyecto de país es en términos económicos. Nuestra respuesta es la siguiente: la política no es economía. La política es una ciencia artesanal, desde todos los ángulos por donde se la aborde. El que aprende de política lo hace artesanalmente, sus maestros son los padres con los que se va encontrando, y los que tienen éxito son aquellos que cometen parricidio quedándose con las mejores enseñanzas de sus tutores. Los proyectos políticos también son parricidas, y audaces, y son los que pueden sumar las variables que recolecta artesanalmente. Una de esas variables es la de la territorialidad, y la figura paterna a la que la política tiene que matar es esa sentencia de que “Buenos Aires es ingobernable”.